sábado, 24 de diciembre de 2011

La historia de la navidad (Cuento corto)




El frío se le colaba en las entrañas. Las ráfagas de viento eran incesantes chocando contra la infinita oscuridad y generando ese escalofriante ruido en las ramas secas de los arboles que parecían a punto de precipitarse al suelo.
Una tenue luna que, de a ratos se asomaba entre las oscuras nubes dejaba entrever las siluetas espectrales de unos cuantos árboles  alzándose como fantasmas solitarios entre el inmenso desierto de nieve inmaculada.
Remolinos de hielo que danzaban con la ventisca se estrellaban agresivamente contra la carpa coniforme de cuero que se encontraba amarrada a una serie de pesados troncos secos y quemados por el frío.
Dentro, un robusto hombre se acurrucaba sobre un rincón tapándose con una manta marrón y gastada. Tenía los ojos rojos de cansancio y la piel gruesa y seca, curtida con los años. Un gorro le cubría gran parte de la cabeza pero se le escapaban algunos mechones grises, duros por el congelamiento.
Sabía muy bien que debía ponerse en movimiento, cuanto más tardase, más difícil sería poder salir de aquella situación. 
Recordó Ingolstadt, aquella pequeña aldea en su querida Alemania, dónde por ser el más grande de los doce hermanos, había sido el único que había aprendido a leer. A temprana edad la lectura despertó su interés por las ciencias oscuras y el satanismo. Una vida injusta, y dura, llena de lucha, y al final una pequeña ración de pan sobre la mesa. Fue tan sólo un desencadenamiento lógico su definición por aquel pensamiento que lo alejaba de un Dios injusto y lo acercaba cada vez más a un inframundo todopoderoso, más terrenal y dónde podría hallar un poder real con el que vengarse por haber sido destinado a tan miserable vida.
Se incorporó y con su hombro empujó aquel retazo de piel de alce que cubría la carpa. Afuera parecía que el mundo iba a acabarse, el frío era insoportable al punto que sus labios comenzaban a cortarse y sus cejas heladas, estaban blancas e inertes. Todo en aquel lugar parecía muerto, falto de vida, todo menos el viento que lo empujaba con fuerza de un lado a otro como intentando tumbarlo.
Divisó a lo lejos, entre la espesa niebla que creaba la tormenta de nieve en la oscuridad de la noche, una pequeña colina que se alzaba solitaria en medio de la tempestad. Caminó con gran esfuerzo y a paso muy lento, levantando las rodillas hasta la altura del pecho para luego hundir sus piernas por completo en la nieve. Aferrándose a un bastón y descargándole todo el peso de su cansado cuerpo realizaba cada paso conteniendo el aliento y utilizando todas sus fuerzas, como si fuera a ser el último.

Recordó cuando inició aquella travesía. El verano había sido especialmente caluroso aquel año, a pesar de que no podría decir cuántos veranos habían pasado desde que abandonó Ingolstadt aquella tarde. Las praderas se alzaban verdes y la cosecha estaba a lista. El sol brillaba en su punto máximo cuando a lo lejos vieron acercarse a la muerte. Esa tarde se vestía de guerra y acechaba amenazante. En tres o cuatro amaneceres como mucho estarían allí y comprendió que el momento había llegado. Tomó sus libros y unas ropas, las puso en una bolsa y por la noche, sin despedirse de nadie, se largó a caminar. En su cabeza sólo había una idea; Encontrar al Señor de las Tinieblas.
El esfuerzo rindió sus frutos, y él sabía que era el último; se encontraba ahora parado en la entrada de la cueva. Rápidamente se olvidó de aquel viento que lo castigaba con una fuerza sobrenatural y se concentró en aquel portal. Debía ser ese, tenía que ser el lugar indicado, de ser así, se estaba parado ante las mismísimas puertas del Infierno. Durante ese instante, contemplando atónito la belleza de la penumbra, que allí dentro todo se lo devoraba, se tomó un momento para rendir homenaje a todos aquellos que habían desperdiciado sus vidas en vano para poder conocer al Altísimo, que él se aprestaba a encontrar en ese mismo momento. Tantos hombres habían vagado intentando conectarse con Él, tantos habían pactado con Bafomet sin lograr comprenderlo, tantos habían obrado en su nombre sin siquiera saberlo, tantos lo habían buscado por las zonas más calientes del mundo, sin imaginar que Él se burlaba de todos escondiéndose al norte más lejano, dónde el agua asesinaba con su frío y el blanco de la nieve consumía todo ser vivo, alejado de cualquier mirada de Dios, donde, entre los bosques, las brujas le rendían tributo con sus cantos y los bárbaros Sami le entregaban sus ofrendas anuales, donde era Rey y Señor. En las tierras más frías del planeta, el fuego del Infierno se alimentaba en sus entrañas.
Los labios quebrajados comenzaban a dolerle y sentía la presión en sus ojos. Estaba muy cansado y esto se manifestaba en su respiración acelerada y exageradamente fuerte. Los pies le temblaban y las rodillas le quemaban, sólo podía mantenerse parado por aquel bastón que le había servido de sostén durante los últimos años de su vejez. 

Recordó aquellos años viajando de ciudad en ciudad, recorriendo cada rincón buscando la verdad detrás de los libros sagrados que muchas bibliotecas y templos escondían en sus partes más oscuras. Así pasó su juventud y se convirtió en un adulto, sin amigos, sin familia, sólo con un objetivo en su mente, conocer al Maestro de maestros. Quería tenerlo cara a cara y entregarse a Él, darle su vida y ayudarlo en su obra por el resto de la eternidad. Sabía que sólo dedicándose por completo a la tarea de encontrarlo, iba a poder hacerlo realmente. Así entre pistas y acertijos terminó por develar la ubicación. Era tan simple, tan fácil <<Así como es arriba es abajo>> pensó, Satán se había servido de la filosofía hermética para esparcir su influencia en el mundo mediante las sociedades secretas, y era esa misma filosofía la que se aplicaba a su paradero. Así como es al sur es al norte, así como es en el Infierno es en las Tierras Heladas.

 Repentinamente, como si desde el sonido de las ráfagas de viento viniera, un murmullo comenzó a escucharse, parecía provenir de la nada y lo envolvía en un ensueño. Eran palabras ininteligibles, no era ningún idioma que él conociese. El viento giraba a su alrededor en forma de remolino a medida que el rezo se hacía más y más audible. Empezó a sentir una presión en su cabeza que luego se extendió al resto de su cuerpo, quería escapar, no aguantaba más la presión, debía salir de allí. <<Tu alma me pertenece, por los siglos y la eternidad. Tu alma me pertenece, por los siglos y la eternidad.>> Por fin lo comprendió.
-¡Sí Señor! ¡Sí Señor! ¡A ti te pertenece! ¡Sí Señor! –Gritaba el viejo ya sin fuerzas.
El silencio cayó desde el cielo, el viento se detuvo completamente y los murmullos cesaron. Un calor le invadió desde su interior.
-Jamás nadie había llegado hasta aquí, evidentemente debes de ser el elegido. –Una voz estruendosa vino desde la cueva. Y por primera vez escuchó su respiración, como la de un animal, a un ritmo más rápido de lo normal y con la fuerza de un gigante. Pudo oír como sus pasos se acercaban y retumbaban en las paredes de la caverna. Hasta que lo vio.
Su cabeza era la de una cabra, con los ojos negros y oscuros, sus cuernos largos y encorvados, su torso estaba desnudo y se asemejaba al de un hombre musculoso pero desproporcionado con unos pectorales extremadamente grandes. Sus patas también se asemejaban a las de una cabra, peludas y con pezuñas. Medía lo que dos hombres y se apoyaba en un bastón que tomaba con sus mano izquierda que parecía humana, como de un viejo, con uñas largas y un anillo. Era tal y cómo lo había visto en miles de libros, pero a la vez era tan escalofriante como ninguna pesadilla que jamás hubiese tenido. Joulupukki lo llamaban los nativos Sami, significaba Cabra Verde por la connotación maléfica que éste color tenía para ellos.
-Nicholas, te estuve esperando. –Aquellas palabras no salieron de la boca de la Bestia, parecían resonar en la cabeza del viejo cómo si fueran sus propios pensamientos. 

En alguna casa al sur de la Laponia ártica un grupo de niños sentados sobre una alfombra en frente al cobijante fuego de un hogar entonaban cánticos navideños. El olor a guiso de reno se había impregnado en toda la casa, cocinado por la mujer más vieja del linaje, en este caso la madre de los niños, era parte de la tradición para festejar el nacimiento de Jesús de Nazaret. 
La paz se vio interrumpida repentinamente por un fuerte golpe. Los niños asustados se mantuvieron estáticos durante unos segundos, hasta que la mayor de ellos se levantó y se dirigió hacia la puerta. Tenía el pelo rizado y de color dorado y la cara llena de pecas, con su pequeña mano tomó la manija de la puerta e hizo fuerza con el peso de su cuerpo para abrirla hacia afuera. Una ráfaga de viento helado ingresó a la casa y se filtró hasta los huesos de todos los presentes, y apagó el fuego.
Todo ocurrió muy de repente, los niños gritaron en la oscuridad y vieron como la luz de la luna reflejaba una imagen tenebrosa afuera de la puerta, un hombre muy viejo con barba larga y blanca, vestido con pieles de cabra empapadas en sangre que chorreaban dejando un charco rojo debajo de sus pies descalzos.  Velozmente Nicholas tomó un su bastón y golpeó a la niña en la cabeza, ella cayó al suelo dentro de la casa y el viejo le saltó encima y la golpeó ferozmente hasta matarla, una vez que la niña dejó de gritar y zamarrearse el hombre abrió su boca y comenzó a morderla y arrancarle la piel. La sangre saltaba en todas las direcciones y los niños que apenas habían tenido tiempo de reaccionar chillaban desesperados a medida  que se bañaban en la sangre de su hermana. Como una bestia el viejo se paró en cuatro patas y miró a todos lados, olfateando, hasta que su mirada se detuvo en dirección a la madre de los niños, quien gritaba y se acercaba corriendo con una daga en la mano. Con un movimiento muy ágil para un hombre de su edad Nicholas tomó con una mano el cuerpo sin vida de la niña, se lo echó sobre el hombro y corrió hacia afuera.
La escena fue tan rápida que la familia no podía creer lo que acababa de suceder, entre llantos y gritos salieron todos en la dirección que aquel sujeto había tomado. Afuera se encontraron con una situación aún peor; en un pino que había en el jardín de la casa, estaba el cadáver de la niña y todos sus órganos inflados como globos pendían de las ramas del árbol chorreando sangre. La madre se acercó hacia su hija con la mirada perdida y el corazón congelado, la tomó entre sus brazos y la apretó fuerte contra su pecho sin reparar en lo desfigurado e irreconocible que estaba su rostro. Miró hacia sus costados y se encontró con la misma situación en cada casa a la que su vista podía alcanzar, gritos, llantos, padres llorando y muchos pinos con globos de carne colgando.
Esa noche los hombres de la aldea hicieron un pacto con el Diablo, y cada veinticinco de diciembre le entregarían a Nicholas los órganos de una cabra inflados y colgados de un pino, y a cambio Él cuidaría de sus hijos regalándoles salud y prosperidad.

Maxi “Pampa” Fernández

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