martes, 10 de mayo de 2011

Con un Martini como compañero.

Un café se enfriaba sobre la mesa. Detrás de un sucio ventanal, la noche había caído en la ciudad de Córdoba.
Sentado en una confitería de medio pelo, Marcos observaba sin ver como afuera la gente caminaba descomunalmente apresurada. El otoño había llegado más crudo de lo que se esperaba y las bufandas se convertían en un abrigo psicológico cuando el mercurio no trepaba ni el primer escalón.
Una tenue luz caía sobre un cuaderno anillado en blanco, al lado una pluma con detalles en bronce. Herencia del abuelo.
Tenía que escribir. No sabía cómo comenzar.
-¿Va a querer algo más caballero? -Con un forzado formalismo un viejo mozo lo sorprendió. Levantó la cabeza y la luz delineo unas marcadas arrugas que bajaban desde su nariz hasta el mentón, aunque la atención de aquel mozo seguramente estaba en la transparencia de unos celestes ojos que lo escudriñaban por debajo de dos remarcadas cejas grises. Un hombre que emanaba bondad pero a la vez seguridad. Un hombre que sólo a través de su mirada generaba sentimientos en las personas. Producto de las experiencias, consecuencia de los años.
Marcos hizo un gesto con la mano y sacudió la cabeza.
-No, gracias... ¿Cuánto es? -Preguntó a la vez que se ponía de pié y guardaba el cuaderno en un viejo morral de cuero gastado. La  pluma siempre al bolsillo de la camisa.
Desde abajo el mozo observaba el imponente tamaño de este sujeto no sólo a lo largo, sino que a lo ancho también, inimaginable cuando está sentado y encorvado.
-Cinco pesos señor, pero... ¡Si ni lo tocó!
Marcos sacó de su billetera, en el bolsillo trasero derecho, un billete de diez que le dejó al mozo indicándole con un leve movimiento de cabeza que podía quedarse con el cambio. Tomó su sobretodo gris y su sombrero italiano de ala redonda y se dirigió a la puerta a grandes zancadas mientras por detrás el mozo lo seguía desarmándose en agradecimientos. 
Se acercó a la desvencijada puerta y pudo sentir la fuerte brisa de aire frío, pero al abrirla, éste se coló hasta lo más profundo de su ser y pudo sentir cómo sus huesos no eran más los de antes. Pudo sentir cómo su clima no era más el de antes.  Apuró el paso esa media cuadra hasta que alcanzó el viejo Corsa que lo esperaba fiel como siempre.
Entró sin perder el tiempo y se sumergió en la oscuridad del coche.
Tiró el morral sobre el asiento del acompañante y tomó el volante. Cansado, dejó caer levemente la cabeza entre lo brazos y con un suspiro se remontó al pasado.


-De Córdoba a Ushuaia. Bajamos por la costa y después subimos por la cordillera. -El entusiasmo se cristalizaba en los ojos de Crístian, o "El Porteño" como le decían en la escuela.
-Pero eso es como dos o tres meses, ¿Estás seguro vos?. -Alto y flaco, con pelo enmarañado e indomable, Marcos parecía ser otro.
-¡Claro que sí! Éste es el momento hermano, ¡Si no lo hacemos ahora no lo hacemos más!
-¿Y vos decís que nos llevarán che?
-Viajar a dedo no es tan jodido, solamente tenes que tenerle miedo a los putos y a los estancieros. -Una sonrisa en la cara del Porteño le daba la tranquilidad que Marcos estaba buscando.
-Mañana a las nueve en la plaza San Martín. -Con un tono muy poco seguro y un suspiro de resignación Marcos le dio una palmada en la espalda a su amigo y se marchó dejándolo sólo en el curso, con el mapa que habían dibujado en el banco. Una obra de arte que les había costado dos meses y tres amonestaciones.
La idea era hacer algo distinto a lo que hacían todos cuando terminaban el secundario. Marcos y el Porteño se sentían para ese momento de sus vidas, mas maduros que sus compañeros, o simplemente, distintos.
Marcos había conseguido trabajo como traductor en la empresa de su tío, pero comenzaría a trabajar en julio del siguiente año y Cristian tenía pensado buscar algo al regresar del viaje.
Ambos de colegio privado gozaban de cierta estabilidad económica, pero no lo suficiente como para lanzarse en tamaña aventura, por lo que habían decidido que el medio de transporte iba a ser el autostop, o "a dedo" como se decía en la jerga tradicional. No sabían a dónde dormirían, no sabían cómo comerían, sólo sabían que dentro de su ser, había algo que les quemaba y era esa indomable sensación de sentirse libres. De no saber en que ciudad despertarán mañana. De unir la cordillera con el mar. De conocer estancieros y peones. De saber que más allá de lo que vemos en la ciudad todavía queda una esperanza, quedan pueblos hospitalarios, corazones dispuestos a moverse por la solidaridad con el prójimo. Se negaban rotundamente a creer que todo estaba dicho, y sabían muy bien que había algo más allá del mundo que les habían intentado imponer desde niños y estaban convencidos de que lo que estaban buscando lo encontrarían sólo si rompían con todas esas cadenas que tácitamente les habían impuesto durante su vida y salían a lanzarse a la ruta sin más que buenas intenciones.


Se incorporó y puso en marcha el auto. Otro café lo esperaba. Se había puesto la meta de escribir sobre aquella aventura, y no podía descansar sabiendo que tantas palabras estaban sueltas en el aire esperando a que él las capture y les de forma en el papel.
Condujo por la Avenida Colón hasta General Paz, epicentro de la melancolía que ésa noche la ciudad reflejaba en escarcha. Con muy pocos carteles luminosos, se asemejaba más al centro de algún pueblo del interior. Se adentró buscando salir hacia Nueva Córdoba por Boulevard San Juan. Allí, en el barrio de la bohemia y los estudiantes, entre gente que no dormía porque quería y gente que no dormía porque no podía, consiguió alcanzar su tan ansiada inspiración.
En alguna de esas calles con nombres de ciudades y rodeadas de edificios con ladrillo visto, encontró un bar. No era ciertamente lo que estaba buscando, pero un sentimiento interno lo empujó a entrar.
Una vez adentro observó, sobre una gran barra de madera, un gordo borracho que parecía mantener una profunda charla con su wishky on the rocks y, en una de las tres mesas a su izquierda, una pareja que intimidaban detrás de sus copas con sombrillas y colores llamativos.
Luego de pedirse un Martini Dry, escogió la mesa más cerca de la pared, dónde la iluminación era mejor, pero no demasiado fuerte como para llamar la atención.


Con el peso de la mochila a la espalda corrió esa media cuadra que le faltaba para alcanzar el colectivo. Tenía la mitad del pelo aplastado al lado izquierdo de su cabeza y la otra mitad desafiando la ley de la gravedad insistía con no bajar, mientras que en su cara la almohada había dibujado unos indescifrables pictogramas. Con sus casi dos metros de altura caminaba por los colectivos agachando la cabeza y rezando siempre por encontrar un asiento vacío para no acabar con tortícolis. Esta vez por desgracia iba lleno y entre personas que lo empujaban y caras de desaprobación, la mochila le dificultó todo el viaje.
Se bajó cerca de la calle Dean Funes y caminó un par de cuadras hasta la plaza San Martín, miró el reloj y eran las nueve menos cuarto, debería esperar en el monumento al General hasta que llegue el Porteño.
Cada ciudad de Argentina cuenta con una plaza y una calle dedicada al libertador de la patria José de San Martín. En el caso de Córdoba ambas se encuentran en el centro de la ciudad, siendo la plaza el punto más céntrico. Formando parte del paisaje de la histórica Manzana Jesuítica, el parque de cien metros cuadrados se emplaza justo en frente del Cabíldo y la Catedral, que con su exuberante arquitectura colonial son considerados dos de los edificios con más historia de la ciudad.
Fue diseñada como núcleo principal en la arquitectura de una ciudad que se esperaba que cuente con sólo setenta manzanas. En un principio era el centro de ferias, fiestas tradicionales e incluso corridas de toros.
Rodeada de grandes espacios verdes, con caducifolias y palmeras subtropicales, con dos fuentes a cada lado en direcciones opuestas a la Manzana Jesuítica y construida en torno a la magnífica estatua del Libertador, es uno de los puntos turísticos por excelencia de una ciudad que no se destaca para nada por sus atractivos turísticos.
 No pasó mucho tiempo cuando entre gente de traje que iba a trabajar pudo distinguir a su amigo. Un morocho flaquito, con pelo largo y arito en la oreja izquierda, se acercaba cargando una mochila vieja y gastada, de esas que usaban en el ejercito hace cincuenta años, con un armazón de metal y parches por todos lados.
 Marcos que estaba sentado en las escalinatas del monumento se paró para saludarlo. Un abrazo fraternal y una palmada en la espalda, sabían que lo que estaba a punto de empezar era algo grande.
 En un quiosco de la calle San Jerónimo preguntaron que colectivo los dejaba más cerca de la ruta 36. Media hora más tarde se encontraban en un colectivo prácticamente vacío, le habían pedido al conductor que les avise dónde era el punto más cercano a la ruta que podía dejarlos, y así esperaron sentados con sus mochilas al lado. Hablando y especulando sobre dónde podrían llegar a dormir esa noche, y luego la imaginación los transportaba más lejos y llegaban a discutir sobre dónde dormirían en Ushuaia. El tiempo en ese colectivo fue cuestión de segundos en su memoria, y mientras avanzaban por la Avenida Velez Sarsfield con las sierras a la izquierda, sin darse cuenta habían llegado a la ruta.
 Al bajarse le dieron las gracias al chofer, a los gritos, como de costumbre y se encontraron con un paisaje más urbanístico de lo que esperaban, en lo que parecía ser el final de una villa emergencia y el comienzo de grandes parques industriales a ambos lados. Caminaron rápido por la banquina, uno delante del otro hasta alcanzar una distancia considerable de aquel barrio, que podría causar una amenaza para su seguridad. Cansados y con el sol exactamente sobre sus cabezas, decidieron que la salida de una contracurva era el lugar perfecto para comenzar la espera.
 Con el tiempo Marcos hubiera aprendido que quizás habían lugares mejores, pero las ansias de ambos les jugaron una mala pasada en ese momento.
 No estaban seguros de cuanto tiempo había transcurrido, pero si estaban seguros de que el sol, que les había traído fuertes dolores de cabeza a ambos, estaba en una posición muy distinta a la inicial.
 Era una ruta transitada principalmente por autos y quizás algunos camiones, pero en el lugar dónde estaban todos pasaban muy rápido y la larga espera los llenó de interrogantes. Habían bailado, saltado, gritado, incluso recibido señas obscenas, de parte de algunos conductores, pero ninguno se detuvo. No estaban seguros si todo lo que soñaron era realmente posible, o sólo vivía en su imaginación. Si la noche comenzaba a bajar, quizás lo mejor sería abandonar todo y regresar a sus hogares. Tenían mucha sed, el hambre a esa altura no importaba. El calor era muy agobiante y temían que a la noche hiciera mucho frío. Comenzaron a fantasear también con la posibilidad de que con el transcurso de las horas la zona se vuelva un lugar inseguro. Estaban en el límite de sus fuerzas, cuando era el turno del Porteño para pararse en la ruta y levantar su pulgar. Mientras giraba la cabeza para hablar con Marcos, pero sin olvidar el pulgar levantado, una Ford F-100 les hizo señas con las luces, pero ninguno se percató de este detalle, no hasta que la camioneta hubo parado a unos cincuenta metros por delante de ellos. Sin pensar en que ésto era posible, ambos siguieron discutiendo sobre cual era la mejor técnica para que un auto se detenga.
 -¡Che boludo! ¡Paró! ¡La camioneta aquella paró! -Tomaron sus mochilas y se corrieron la carrera mas feliz de sus vidas. Un gordo, pelado y con boina los esperaba con una sonrisa.
 -¿Hasta dónde van?
 -¡A Ushuaia! -Dijo Marcos con toda su ilusión.
 -¡Sos boludo eh! ¡Almafuerte señor! -Aclaró el Porteño con un golpe sobre la nuca de Marcos.
 -Vamos, yo voy para allá, pero vengan acá adelante que la caja está llena de aceite. -Entre risas el conductor se estiró para abrirles la puerta mientras a los empujones los chicos entraban. El primer paso estaba dado...


Maxi "Pampa" Fernández

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