El frío se le colaba en las entrañas. Las
ráfagas de viento eran incesantes chocando contra la infinita oscuridad y
generando ese escalofriante ruido en las ramas secas de los arboles que parecían
a punto de precipitarse al suelo.
Una tenue luna que, de a ratos se asomaba entre
las oscuras nubes dejaba entrever las siluetas espectrales de unos cuantos
árboles alzándose como fantasmas
solitarios entre el inmenso desierto de nieve inmaculada.
Remolinos de hielo que danzaban con la ventisca
se estrellaban agresivamente contra la carpa coniforme de cuero que se
encontraba amarrada a una serie de pesados troncos secos y quemados por el
frío.
Dentro, un robusto hombre se acurrucaba sobre
un rincón tapándose con una manta marrón y gastada. Tenía los ojos rojos de
cansancio y la piel gruesa y seca, curtida con los años. Un gorro le cubría
gran parte de la cabeza pero se le escapaban algunos mechones grises, duros por
el congelamiento.
Sabía muy bien que debía ponerse en movimiento,
cuanto más tardase, más difícil sería poder salir de aquella situación.
Recordó Ingolstadt, aquella pequeña aldea en su
querida Alemania, dónde por ser el más grande de los doce hermanos, había sido
el único que había aprendido a leer. A temprana edad la lectura despertó su
interés por las ciencias oscuras y el satanismo. Una vida injusta, y dura,
llena de lucha, y al final una pequeña ración de pan sobre la mesa. Fue tan
sólo un desencadenamiento lógico su definición por aquel pensamiento que lo
alejaba de un Dios injusto y lo acercaba cada vez más a un inframundo
todopoderoso, más terrenal y dónde podría hallar un poder real con el que
vengarse por haber sido destinado a tan miserable vida.
Se incorporó y con su hombro empujó aquel
retazo de piel de alce que cubría la carpa. Afuera parecía que el mundo iba a
acabarse, el frío era insoportable al punto que sus labios comenzaban a
cortarse y sus cejas heladas, estaban blancas e inertes. Todo en aquel lugar
parecía muerto, falto de vida, todo menos el viento que lo empujaba con fuerza
de un lado a otro como intentando tumbarlo.
Divisó a lo lejos, entre la espesa niebla que
creaba la tormenta de nieve en la oscuridad de la noche, una pequeña colina que
se alzaba solitaria en medio de la tempestad. Caminó con gran esfuerzo y a paso
muy lento, levantando las rodillas hasta la altura del pecho para luego hundir
sus piernas por completo en la nieve. Aferrándose a un bastón y descargándole
todo el peso de su cansado cuerpo realizaba cada paso conteniendo el aliento y
utilizando todas sus fuerzas, como si fuera a ser el último.
Recordó cuando inició aquella travesía. El
verano había sido especialmente caluroso aquel año, a pesar de que no podría
decir cuántos veranos habían pasado desde que abandonó Ingolstadt aquella
tarde. Las praderas se alzaban verdes y la cosecha estaba a lista. El sol
brillaba en su punto máximo cuando a lo lejos vieron acercarse a la muerte. Esa
tarde se vestía de guerra y acechaba amenazante. En tres o cuatro amaneceres
como mucho estarían allí y comprendió que el momento había llegado. Tomó sus
libros y unas ropas, las puso en una bolsa y por la noche, sin despedirse de
nadie, se largó a caminar. En su cabeza sólo había una idea; Encontrar al Señor
de las Tinieblas.
El esfuerzo rindió sus frutos, y él sabía que
era el último; se encontraba ahora parado en la entrada de la cueva.
Rápidamente se olvidó de aquel viento que lo castigaba con una fuerza
sobrenatural y se concentró en aquel portal. Debía ser ese, tenía que ser el
lugar indicado, de ser así, se estaba parado ante las mismísimas puertas del
Infierno. Durante ese instante, contemplando atónito la belleza de la penumbra,
que allí dentro todo se lo devoraba, se tomó un momento para rendir homenaje a
todos aquellos que habían desperdiciado sus vidas en vano para poder conocer al
Altísimo, que él se aprestaba a encontrar en ese mismo momento. Tantos hombres
habían vagado intentando conectarse con Él, tantos habían pactado con Bafomet
sin lograr comprenderlo, tantos habían obrado en su nombre sin siquiera
saberlo, tantos lo habían buscado por las zonas más calientes del mundo, sin
imaginar que Él se burlaba de todos escondiéndose al norte más lejano, dónde el
agua asesinaba con su frío y el blanco de la nieve consumía todo ser vivo,
alejado de cualquier mirada de Dios, donde, entre los bosques, las brujas le
rendían tributo con sus cantos y los bárbaros Sami le entregaban sus ofrendas
anuales, donde era Rey y Señor. En las tierras más frías del planeta, el fuego
del Infierno se alimentaba en sus entrañas.
Los labios quebrajados comenzaban a dolerle y
sentía la presión en sus ojos. Estaba muy cansado y esto se manifestaba en su
respiración acelerada y exageradamente fuerte. Los pies le temblaban y las
rodillas le quemaban, sólo podía mantenerse parado por aquel bastón que le
había servido de sostén durante los últimos años de su vejez.
Recordó aquellos años viajando de ciudad en
ciudad, recorriendo cada rincón buscando la verdad detrás de los libros
sagrados que muchas bibliotecas y templos escondían en sus partes más oscuras.
Así pasó su juventud y se convirtió en un adulto, sin amigos, sin familia, sólo
con un objetivo en su mente, conocer al Maestro de maestros. Quería tenerlo
cara a cara y entregarse a Él, darle su vida y ayudarlo en su obra por el resto
de la eternidad. Sabía que sólo dedicándose por completo a la tarea de
encontrarlo, iba a poder hacerlo realmente. Así entre pistas y acertijos
terminó por develar la ubicación. Era tan simple, tan fácil <<Así como es
arriba es abajo>> pensó, Satán se había servido de la filosofía hermética
para esparcir su influencia en el mundo mediante las sociedades secretas, y era
esa misma filosofía la que se aplicaba a su paradero. Así como es al sur es al
norte, así como es en el Infierno es en las Tierras Heladas.
Repentinamente,
como si desde el sonido de las ráfagas de viento viniera, un murmullo comenzó a
escucharse, parecía provenir de la nada y lo envolvía en un ensueño. Eran
palabras ininteligibles, no era ningún idioma que él conociese. El viento
giraba a su alrededor en forma de remolino a medida que el rezo se hacía más y
más audible. Empezó a sentir una presión en su cabeza que luego se extendió al
resto de su cuerpo, quería escapar, no aguantaba más la presión, debía salir de
allí. <<Tu alma me pertenece, por los siglos y la eternidad. Tu alma me
pertenece, por los siglos y la eternidad.>> Por fin lo comprendió.
-¡Sí Señor! ¡Sí Señor! ¡A ti te pertenece! ¡Sí Señor!
–Gritaba el viejo ya sin fuerzas.
El silencio cayó desde el cielo, el viento se
detuvo completamente y los murmullos cesaron. Un calor le invadió desde su
interior.
-Jamás nadie había llegado hasta aquí,
evidentemente debes de ser el elegido. –Una voz estruendosa vino desde la
cueva. Y por primera vez escuchó su respiración, como la de un animal, a un
ritmo más rápido de lo normal y con la fuerza de un gigante. Pudo oír como sus
pasos se acercaban y retumbaban en las paredes de la caverna. Hasta que lo vio.
Su cabeza era la de una cabra, con los ojos
negros y oscuros, sus cuernos largos y encorvados, su torso estaba desnudo y se
asemejaba al de un hombre musculoso pero desproporcionado con unos pectorales
extremadamente grandes. Sus patas también se asemejaban a las de una cabra,
peludas y con pezuñas. Medía lo que dos hombres y se apoyaba en un bastón que
tomaba con sus mano izquierda que parecía humana, como de un viejo, con uñas
largas y un anillo. Era tal y cómo lo había visto en miles de libros, pero a la
vez era tan escalofriante como ninguna pesadilla que jamás hubiese tenido.
Joulupukki lo llamaban los nativos Sami, significaba Cabra Verde por la
connotación maléfica que éste color tenía para ellos.
-Nicholas, te estuve esperando. –Aquellas palabras
no salieron de la boca de la Bestia, parecían resonar en la cabeza del viejo
cómo si fueran sus propios pensamientos.
En alguna casa al sur de la Laponia ártica un
grupo de niños sentados sobre una alfombra en frente al cobijante fuego de un
hogar entonaban cánticos navideños. El olor a guiso de reno se había impregnado
en toda la casa, cocinado por la mujer más vieja del linaje, en este caso la
madre de los niños, era parte de la tradición para festejar el nacimiento de
Jesús de Nazaret.
La paz se vio interrumpida repentinamente por
un fuerte golpe. Los niños asustados se mantuvieron estáticos durante unos
segundos, hasta que la mayor de ellos se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Tenía el pelo rizado y de color dorado y la cara llena de pecas, con su pequeña
mano tomó la manija de la puerta e hizo fuerza con el peso de su cuerpo para
abrirla hacia afuera. Una ráfaga de viento helado ingresó a la casa y se filtró
hasta los huesos de todos los presentes, y apagó el fuego.
Todo ocurrió muy de repente, los niños gritaron
en la oscuridad y vieron como la luz de la luna reflejaba una imagen tenebrosa
afuera de la puerta, un hombre muy viejo con barba larga y blanca, vestido con
pieles de cabra empapadas en sangre que chorreaban dejando un charco rojo
debajo de sus pies descalzos. Velozmente
Nicholas tomó un su bastón y golpeó a la niña en la cabeza, ella cayó al suelo
dentro de la casa y el viejo le saltó encima y la golpeó ferozmente hasta
matarla, una vez que la niña dejó de gritar y zamarrearse el hombre abrió su
boca y comenzó a morderla y arrancarle la piel. La sangre saltaba en todas las
direcciones y los niños que apenas habían tenido tiempo de reaccionar chillaban
desesperados a medida que se bañaban en
la sangre de su hermana. Como una bestia el viejo se paró en cuatro patas y
miró a todos lados, olfateando, hasta que su mirada se detuvo en dirección a la
madre de los niños, quien gritaba y se acercaba corriendo con una daga en la
mano. Con un movimiento muy ágil para un hombre de su edad Nicholas tomó con
una mano el cuerpo sin vida de la niña, se lo echó sobre el hombro y corrió
hacia afuera.
La escena fue tan rápida que la familia no
podía creer lo que acababa de suceder, entre llantos y gritos salieron todos en
la dirección que aquel sujeto había tomado. Afuera se encontraron con una
situación aún peor; en un pino que había en el jardín de la casa, estaba el
cadáver de la niña y todos sus órganos inflados como globos pendían de las
ramas del árbol chorreando sangre. La madre se acercó hacia su hija con la
mirada perdida y el corazón congelado, la tomó entre sus brazos y la apretó
fuerte contra su pecho sin reparar en lo desfigurado e irreconocible que estaba
su rostro. Miró hacia sus costados y se encontró con la misma situación en cada
casa a la que su vista podía alcanzar, gritos, llantos, padres llorando y
muchos pinos con globos de carne colgando.
Esa noche los hombres de la aldea hicieron un
pacto con el Diablo, y cada veinticinco de diciembre le entregarían a Nicholas
los órganos de una cabra inflados y colgados de un pino, y a cambio Él cuidaría
de sus hijos regalándoles salud y prosperidad.
Maxi “Pampa” Fernández