domingo, 5 de junio de 2011

La caja de zapatos 33

El Martini Dry había dejado una aceituna seca reposando sobre el fondo cónico de la copa.
La noche había alcanzado una profundidad considerable y esto se materializaba en los ojos de Marcos que, bonachones por naturaleza, ahora se asomaban por debajo de la medialuna que creaban sus parpados pesados por el cansancio. Un bostezo fue la señal final, y se paró sin dudarlo. Como siempre, el cuaderno al morral y la pluma al bolsillo. 
Atravesó el oscuro salón rodeado de madera barnizada a paso muy lento y arrastrando su cuerpo con su último ápice de energía.
Afuera había comenzado a nevar. La imagen siempre lo entristecía, y lo hacía pensar en aquellos tiempos en que éste fenómeno hubiera sido considerado extraordinario. Sobre la calle Buenos Aires, cerca del Boulevard San Juan las luces parecían haber desaparecido. Todo era penumbra que, sumada a la oscuridad y el frío daban un aspecto escalofriante a éste barrio que antaño era popular por su fiesta y algarabía. Recordando aquello una efímera lágrima se formó al rededor de sus ojos.
<<¡Qué cerca estuvimos de cambiar la historia!>> Y no era el frío ni la nieve lo que generaba estos pensamientos, sino el bombardeo mediático en el que se daban cuentas de las especies de animales que desaparecían cada año debido a las transformaciones en sus ecosistemas, los cambios de flujo en los ríos, las pérdidas de cosechas masivas y la consecuente cadena que ésto traía aparejada, generando así una progresiva falta de alimentos que en poco tiempo terminaría con el total de la población mundial.
Antes de iniciar su marcha volteó la cabeza hacia su izquierda, dónde su mirada se encontró con un hombre durmiendo en la vereda, tapado con cartones y una colcha gastada. Con escarcha en los pelos y una cicatriz en la cara. <<Probablemente no llegará al día de mañana vivo.>> Se lamentó, y se iba a dirigir a despertarlo cuando escuchó unos pasos que se acercaban rápido en la tiniebla. No tuvo mucho tiempo, pero por suerte su reacción fue rápida y cuando la botella astillada le rozó la cabeza, él ya se había agachado. Empujo al sujeto que acababa de aparecer de la nada y corrió hacia el auto que lo esperaba no muy lejos de ahí.
Estaba ya viejo y oxidado, los tiempos que corrían le tenían reservadas picardías de las cuales el no tenía costumbre. Con agilidad y sin perder un segundo puso el auto en marcha y se alejó del lugar, fue un susto para el cual no estaba preparado, ni tenía edad. En el trayecto a su casa su cabeza iba pensando, al igual que su auto, a una gran velocidad, eran tiempos difíciles y salir a la calle a esas horas ya no era recomendable. Debería evitarlo. No podría quedarse en su casa encerrado de ninguna manera, lo sabía muy bien y no estaba dispuesto a ello, algo que no arriesgaría bajo ningún punto de vista, era su libertad.
Así se dirigió hacia la zona norte de la ciudad, a través del puente Alfonsín por la Avenida Julio Argentino Roca, que en otros tiempos era conocida como Sagrada Familia, y bordeando la Plaza de la Conquista, como eran ahora llamados los últimos vestigios de un desértico Parque de las Naciones, llegó a su departamento, en un complejo de Monoblocks del gobierno dónde otros doscientos profesores habían tenido la dicha de conseguir morada, por supuesto, sólo profesores sin familia. Cada departamento contaba con espacio para una sola persona.
Después de subir diez pisos por la escalera, ya que el antiguo ascensor estaba fuera de funcionamiento por las bajas temperaturas, pudo acceder a la habitación de entrada, un estrecho pasillo dónde las paredes frías, color gris cemento y llenas de pintadas en aerosol, daban acceso a cinco puertas de cada lado.
Departamento D en el lado derecho. Con una tarjeta en la ranura que se presentaba a un costado de la puerta de metal, pudo por fin entrar a su "hogar". Una habitación dónde las paredes se caían por la humedad, el piso era de azulejos muy viejos, muchos de los cuales estaban rotos en varias partes. En la entrada se encontró con una cama que lo esperaba en frente, dónde tiró el morral y detrás, a la derecha de la puerta de entrada, había una cocina que a la vez tenía un compartimento para ser usado de heladera, del cual la puerta tenía una pantalla para ver televisión. Al lado un calefactor y una puerta que se dirigía al baño. "La caja de zapatos 33" rezaba un cartel por encima de la cama, y era como a él le gustaba llamar a la pocilga que tenía como departamento y que estaba obligado a considerar su hogar.
Se dejó caer sobre el colchón y con las manos por detrás de su cabeza, mirando al techo, recordó.


Estaban apretados en una cabina con lugar sólo para dos. Marcos, que había entrado primero, le había tocado la difícil tarea de colocar sus piernas en una posición anatómicamente imposible para que el conductor pudiera cambiar las marchas. Por otro lado el Porteño, luego de un par de golpes con fuerza pudo cerrar la puerta y se sentenció al resto del viaje aplastado por Marcos y el gordo que estaba al volante, el cual parecía un poco avergonzado del espacio que ocupaba por lo que intentaba de a pequeños saltos, mover su culo un poco más a la izquierda.
En un principio, si bien los dos sabían que tenían que hablar, no les salían palabras y no tenían la menor idea de cómo iban a comenzar una conversación en aquella extraña posición y sin siquiera saber el nombre del conductor.
-Yo soy Cristian, pero me dicen "Porteño". -Se animó finalmente a decir el Porteño mientras intentaba asomar su cabeza por detrás de las piernas de Marcos que a su vez sostenían en equilibrio ambas mochilas.
-Yo me llamo Marcos.
-Marcos.. y Cristian, no me gustan los porteños así que te voy a decir Cristian. ¿Es la primera vez que hacen dedo chicos? -El conductor que parecía mucho más relajado que los chicos, advirtió la dificultad de estos para iniciar una plática e intentó romper el hielo.
-Sí, es la primera vez. ¿Usted levanta siempre a los mochileros? -Cristian se sintió enormemente aliviado de tener un tema de conversación y la comodidad lo invadió por lo que soltó la lengua inmediatamente.
El resto del viaje transcurrió sin más sobresaltos.
Marcos hablaba menos que su amigo, siempre le había costado más entrar en confianza, pero por suerte el conductor, del cual nunca supieron el nombre (y no se atrevían a preguntar) era un hombre muy amable, como buen cordobés realizaba chistes constantemente y entre risas y una que otra chacarera que sonaba en la radio el viaje se hizo más rápido de lo que esperaban.
El pelado, como lo llamaron al chofer de la F-100 que temblaba como si estuviera a punto de desarmarse en movimiento, en los relatos posteriores, les contó que él era de Deán Funes, al norte de Córdoba, pasando Agua del Chañar. Allí había conocido a una chica de Almafuerte con la que se casó muy joven, se fueron a vivir juntos al pueblo de ella y tuvieron una hija. La luz de sus ojos, repetía muchas veces acerca de su primogénita. Unos años después la encontró a su mujer besando a un amigo en un bar en el pueblo y sin pensarlo dos veces tomó a su hija y se mudó a Córdoba, dónde tenía más posibilidades de trabajo. Allí conoció a otra mujer, que era casualmente de Almafuerte, y al mismo tiempo consiguió trabajo controlando a unos peones de estancia cerca de Laboulaye. Así, si bien siguió viviendo en Córdoba, terminó con una mujer de Almafuerte y siempre que podía se hacía tiempo para llevar a su hija, para que viera a su madre y después de unos días volvía a buscarla. Se pasaba la vida viajando, y hasta llegó a admitir que estaba un poco cansado de tanto ir y venir. Concepto que los chicos no entendieron ya que no consideraban al viajar como un acto que pudiera llegar a cansar a uno, sino todo lo contrario.
Los jóvenes, preocupados, le confiaron que no tenían idea de cómo iba a seguir ésto, ya que no sabían dónde pasar la noche, el Pelado les explicó que en la casa de su esposa era imposible y que él no tenía ningún conocido con la confianza suficiente como para pedirle algo así, pero sí les informó que en el caso de que llegasen a Laboulaye por alguna razón, estaría encantado de recibirlos en la estancia.
La despedida fue rápida <<La procesión va por dentro.>> solía decir la abuela de Marcos y con un <<¡Dios lo bendiga!>> a los gritos se alejaron de la camioneta, aquella vieja Ford F-100 que quedaría siempre guardada en su memoria.
Habían decidido que el Pelado los dejase antes de entrar al pueblo, en frente de una estación de servicio donde se unen la Ruta Provincial 2 y la Ruta Nacional 36, en frente del Dique Piedras Moras, dónde hace una curva la ruta, era el lugar ideal para hacer dedo.
Entre la imponente llanura que llenaba el paisaje a lo lejos se alzaba el Dique realmente maravilloso, rompiendo con cualquier monotonía que pudiera presentar la visión desde allí.
Las rutas, bien cuidadas, pero con signos de antigüedad, presentaban entradas las siete de la tarde, un desértico marco, en el que un auto cada cinco o diez minutos pasaba a altas velocidades sin siquiera reparar en los dos jóvenes, que después de un agotador primer día, habían perdido totalmente las esperanzas de avanzar un tramo más.
Esperaron, pero vieron cómo el sol iba cayendo y se dieron cuenta que no sería una buena idea quedarse en aquel lugar, por lo que decidieron caminar hacia la estación de servicio con la idea de pasar la noche allí.
Al acercarse divisaron que había sólo un joven atendiendo tres surtidores.
-¡Hola amigo! ¿Cómo estás? -Se lanzó el Porteño sin pensarlo dos veces, con una sonrisa muy agradable y caminando a grandes zancadas como si hubiera estado esperando por el encuentro con aquél desconocido desde hace mucho.
-Hola, todo bien, ¿En qué te puedo ayudar? -Sorprendido un joven con nariz muy grande y una gorra Repsol que le cubría los ojos, se asustó y retrocedió un paso.
-Mirá, venímos de Córdoba y estamos viajando hasta el sur, queremos llegar a Ushuaia, pero no tenemos plata, y queríamos saber si podíamos dormir acá esta noche. -Intentando dar tanta lástima como le era posible el Porteño había desplegado todos sus dotes actorales.
<<Mmmmm>> Muy dubitativo el empleado de la gasolinería tardó en contestar.
-Estamos viajando a dedo así que mañana a primera hora nos vamos a estar yendo. -Se apuró Cristian y sus palabras quedaron flotando en el aire.
-Miren chicos, puede ser que a la madrugada vengan mis patrones y si los ven acá durmiendo se me arma un quilombo a mí. -Al decir estas palabras a los chicos se les transformó la cara- Pero si quieren pueden armar alguna carpa o inventarse algo en el predio de atrás, hay un montecito de Eucaliptus y ahí van a tener reparo. -Terminó el joven dejándolos un poco más satisfechos.
-¡Buenísimo, porque acá traemos una carpa! -Dijo el Porteño exaltado.
-¿Podrías decirnos, por favor, dónde es ese lugar? Porque ya  se está haciendo de noche y después se nos va a complicar. -Marcos se notaba un poco más preocupado.
Así el chico los guió hasta atrás del Minishop de la estación de servicio y allí les indicó el lugar. Era un descampado de unas dos o tres hectáreas, y al medio se alzaba un monte de Eucaliptus.
Hasta allí los chicos caminaron solos, el empleado de la gasolinería se quedó detrás del estacionamiento que se encontraba a la derecha del Minishop.
El pequeño bosque lucía bastante tenebroso, y entre mucho pasto y yuyo amarillo que se alzaba en la zona, era el monte en el único lugar dónde el verde incandecente del suelo contrastaba con la mediocridad del contexto.
Ahí armaron una antigua carpa amarilla que había conseguido Marcos, de esas estilo alpino con tela de algodón y recubierta de una capa naranja para impermeabilizarla. Era pequeña y con las grandes mochilas, ellos entraban muy incómodos.
Cuando terminaron de armarla la noche ya les había caído encima, por lo que las últimas sogas las tuvieron que atar con linterna en mano.
Exhaustos se sentaron afuera de la carpa a contemplar el cielo que estaba infinitamente estrellado. Era imposible saber cuanto tiempo estuvieron así, inmóviles, contemplando el vasto universo, y recordando lo pequeños que eran, cuando se sorprendieron al oír pasos de alguien que se acercaba.
Marcos rápidamente prendió la linterna y apuntó hacia dónde había oído los pasos, y la luz lentamente dibujó un espectro. Irreconocible en un principio, aceleró el corazón de ambos. De un segundo a otro el chico que trabajaba en la estación venía caminando lento, evidentemente no podía ver nada en la oscuridad, además llevaba algo en sus manos.
-Acá les traigo unos sanguches de milanesa por si tienen hambre. -Les dijo entregándoselos mientras se sentaba con ellos.
Las sorpresas parecían reproducirse como conejos ese día y Marcos y Cristian no podían salir de su asombro.
Muy contentos le dieron las gracias y se presentaron. El chico les dijo que había dejado a la empleada del Minishop a cargo de todo (por la noche no había tanto movimiento) se llamaba Carlos, como su padre y vivía en Almafuerte con su novia. Estaba terminando la escuela secundaria, la cual había abandonado cuando ella quedó embarazada y con ayuda de su suegro estaba construyéndose su propia casa. Al contar ésto último sus ojos se le llenaron de brillo, un orgullo que transmitía desde sus expresiones y su voz.
Marcos y el Porteño le contaron sus historias y cómo abandonaron la posibilidad de tener un viaje a Bariloche, con sus compañeros, con las fiestas y las mujeres, por encontrar algo que no estaban seguros de qué era, pero que sí estaban seguros de que lo encontrarían. Le contaron cómo habían planeado desde hacía más de un año este viaje, y cuantas veces habían viajado hasta Ushuaia "ida y vuelta" con su imaginación y sus sueños.
-No tiene nada que ver con Ushuaia, ni con la Patagonia, ni las montañas y las ballenas. -Decía Marcos tiritando de frío. -Bueno, sí, está bueno conocer esas cosas, pero tiene más que ver con una búsqueda interior en el contraste con el otro. Tiene más que ver con conocer otros pueblos, otra gente. Abrir la mente y ver que no todo es negro o blanco y que hay mucha gente distinta. Tiene que ver con volver a Córdoba sabiendo que hay un mundo allá afuera, no sólo afuera de Córdoba, sino afuera de las postales de Península de Valdés, de los glaciares o de Cerro Catedral. Hay gente, hay historias, hay pasados con razones para el presente que generará el futuro.
-¡Bueh! ¡Pará un poco! ¡Vos entras en confianza y sos peor que un político! -Se burló Critian, medio en chiste, medio en serio.
Así pasaron gran parte de la noche, entre historias, bromas, frío de campo y calor humano, mientras la luna avanzaba y el cielo parecía cada vez mas estrellado.
Mientras se llenaban de la enorme paz que se respira afuera de la ciudad, hasta que Carlos les dijo que tendría que irse porque seguramente iba a tener algún trabajo con los camiones que empezaban a llegar a ésta hora. Les dijo también, que a las seis tenía que irse, por lo que era probable que no los volviera a ver. Iba a dejar en el Minishop algo para que desayunen, antes de retirarse, sólo tenían que ir a pedirlo. Con abrazos muy fraternales, la despedida fue por demás emotiva y se fueron a dormir con el sentimiento de haber llenado sus corazones por completo, al menos por el día que había pasado.


 Sacudió la cabeza empapada por el agua. Marcos había decidido lavarse la cara para despejarse un poco, muchas ideas daban vuelta en su mente.
 Se miró en el espejo y se vio viejo.
 Un par de bolsas colgaban por debajo de sus ojos, dos profundas líneas se marcaban desde su nariz hasta el mentón. La papada le colgaba ahora flácida y arrugada. Las orejas le habían crecido y en su prolijo peinado hacia el costado, ralos manchones blancos aparecían incipientes ganando terreno y no estaban dispuestos a retroceder. Encontró su mirada con la de él mismo. Se perdió por un segundo en sus interminables ojos celestes, y supo lo que debía hacer.
 Secó su cara con una pequeña toalla que dejó tirada en el suelo, salió a grandes zancadas y tomando el morral de la cama, el sobretodo y su gorro italiano, abrió la puerta, dejando "La caja de zapatos 33", y nunca más regresaría.
 Bajó aquellas eternas escaleras a las corridas, con la ansiedad de un niño que espera las doce en Navidad.
 Caminando, muy rápido, casi corriendo se acercó al viejo Corsa, entró de un salto y cerró con fuerza la puerta. En ese instante descargó todas sus energías, y volvió a sentirse libre.
 Lo puso en marcha y manejó hasta la ruta.
 Había vivido siempre con los recuerdos de aquel inigualable viaje junto a su amigo. La vida después de eso les había sido difícil a ambos, al punto que se habían separado sin volver a verse.
 Cuando se enteró del fallecimiento de Cristian en Buenos Aires, supo que esta maravillosa historia que habían vivido juntos no podía quedar sólo en recuerdos. Con el tiempo estos recuerdos se iban borrando, y ya no sabía si lo que recordaba era cierto, o si su mente le estaba jugando alguna broma. Se olvidaba muchas cosas, las lagunas de su memoria eran cada vez mayores y no quería correr el riesgo de que aquella aventura se pierda para siempre. Buscó la inspiración pero el contraste que le presentaba la ciudad de Córdoba en ese momento de tanta crisis no le favorecía en absoluto y probablemente eso ayudaría a que tarde más en escribirla, y sus recuerdos vayan desapareciendo hasta el punto que sean irrecuperables.
 Por eso había tomado el auto en ese momento, y entre una torrencial nevada de madrugada, condujo por la Ruta 36 y comenzó nuevamente el recorrido de aquellos caminos que durante tantos años de su vida estuvieron estampados en su mente y en su corazón.


Maxi "Pampa" Fernández

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